viernes, 27 de junio de 2008

LUEGO, ME REMANSO



Por la mañana, cuando me despierto,
me despierto trigo recién granado:
enhiesto, roble, decidido,
con la cara llena de luz de luna.

Luego, me asombran esos árboles que crecen
rodeándome las piernas, espigados,
y dejan pasar la luz entre las ramas secas de mi otoño,
entre mi corazón bruñido y el borde de la hierba.
Crujen
bajo mis pies, como quejándose de un sino
que no les corresponde,
y se agitan, se retuercen, maldicen, mueren.
Me asombran esos árboles repletos de palabras como hombres
que acaban enredándose en mi pelo
y echando raíces profundas como simas.

Por la tarde, mi corazón se desaquella,
siento los ojos enrejados y el llanto sucumbido.
Se desvanecen poco a poco los recuerdos,
se alejan murmullando, poco a poco,
derriban a su paso la alambrada,
la arrancan de cuajo de la tierra...

Cuando llega la noche densa, opaca como un sueño,
las manos se me llenan de espinas y de sal,
de angustia y sangre,
y termino con los ojos comidos por los peces,
en el fango mis piernas amputadas,
y un deseo macabro de escarbarme, de horadar mi herida,
de saltar de nuevo al precipicio.

Luego, me remanso leyéndote,
reviviéndote, acompañándote, muriéndome.
Sé que un poco más allá,
en ese punto exacto del camino en la arboleda
en el que el pecho encuentra siempre todas las razones,
tus hojas cuelgan dulcemente de las ramas del quejigo
y tus labios impasibles apenas pueden escucharse:
suplican que olvidemos las preguntas,
porque ya no es necesaria una respuesta.
La suave brisa ha quebrado el frágil tronco,
hueco y carcomido,
y tu corazón no ha soportado la embestida.

Nunca la nube fue muralla para el viento,
ni una sonrisa muro, para la guadaña.

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